A David Bowie
- Venid y escuchad, venid y escuchad la historia del hombre que bajó a la tierra, del hombre elefante.
Esa voz era la que escuchaba mucha gente en los tiempos rápidos y revueltos que vivían. Pertenecían a un hombre viejo, de ojos abotonados y con el pelo blanco muy revuelto. Algunos de los que le habían conocido en su juventud decían que eran de distinto color. No era así, en realidad con un ojo miraba al mundo y con otro más allá.
Él solamente contaba una historia. Pero era tan grande y con tantos recovecos que, al igual que un palacio árabe, nadie la conocía del todo, y había quienes se habían perdido en ella para nunca salir. Esos perdidos canturreaban con los ojos cerrados y una sonrisa fugaz permanecía en su rostro.
La historia empezaba con un niño. Ese niño había nacido tras una guerra que devastó el mundo, de modo que vio solo las ruinas y nunca los edificios, solo los cada y nunca la muerte. Era un mundo donde lo más interesante que pasaba eran peleas de ratones, y donde, de nueve a cinco, la gente moría. Lo más lógico sería que hubiese sucumbido al fúnebre hastío, pero entonces la historia sería corta y decepcionante. No, él siempre quiso ir más allá, subir a lo alto. Había en él una bestia que ansiaba liberarse, que pedía poder gritar, desgarrar papeles, asombrar a multitudes.
Su hermano mayor, que era bastardo, supo verlo. Tenía ese ojo de ver cosas fuera de la norma, al igual que él mismo, que había nacido fuera de lo sacro. Eso le llevó a salirse incluso de sí mismo años después, por lo que le encerraron dentro de paredes blandas y asfixiantes, pero esa no es nuestra historia. Volviendo a ella, el bastardo le llevó a un sitio donde aún brillaban fragmentos de la bohemia de hacía cincuenta años, atrapados en los farolillos rojos de las prostitutas. Juntos leyeron historias de más allá del mar, historias de gente que no dormía ni moría, que estaba viva y alerta siempre y nunca detenían su camino. Y la bestia del niño halló dos juguetes que la hicieron feliz: la guitarra y el saxofón.
Trató de alzarse muchas veces, y todas cayó al suelo. Entonces decidió que el mundo no le gustaba, por eso cantó sobre un hombre que salía de él. Y eso fue lo que le alzó, la bestia casi podía tocar la presa con sus manos, y el joven encontró a una compañera que no era su acompañante. Ese umbral se prolongó demasiado tiempo, tres años.
Ambos vieron que era imposible seguir así, y se aliaron. El hombre reveló parte de la bestia que llevaba dentro. La bestia transformó al hombre hasta que casi fue mujer, y ambos cantaron y fueron la historia del hombre que se creyó Jesucristo. Siguieron haciendo música, el hombre cambiando y la bestia destruyendo todas las leyes del mundo.
Pero empezaron los problemas. Se quedaron sin comida a pesar de la fama, y el hombre le dio a la bestia alimentos que menguaron su cuerpo y aguijonearon su espíritu. Pero mantenían la rebeldía de la juventud, y micrófonos, cámaras y lienzos sufrieron el hambre de la bestia, que en el momento más bajo del hombre creía tocar el cielo. Fueron los ángeles de la rebelión, héroes por un día, cada día. Por fin el hombre vio que no podía, no quería ser ceniza, u así restringió a la bestia. Se invirtieron los papeles. Ella pasó a ser delgadísima y se retorcía como el tiempo, los problemas de él cesaron. El hombre siguió haciendo música casi por inercia, pero pronto la gente notó que no era la bestia la que estaba tras el micrófono.
Así que, finalmente, tras muchos años, la bestia y el hombre se sentaron a hablar en una máquina de hojalata y acordaron que ninguno de los dos prevalecería. De ahí salieron muchos largos años de vida tranquila y creación desbordada. Dentro de casa el hombre tenía mujer e hija, fuera la bestia cantaba, pintaba y actuaba como nunca. Pero fue la desgracia la que les volvió a separar. Su hermano, aquel con quien había vivido y leído la bohemia, el que engendró quizá a la bestia, decidió que este mundo quizá no era el suyo y salió de él por el espacio entre una rueda de tren y la vía. El hombre simplemente lo negó y lo negó, pero la bestia le hostigó y rondó hasta que él accedió a cantar sobre ello, y se reunieron y saltaron juntos en una canción que asombró de nuevo al mundo.
Y siguieron pasando los años de bonanza, felicidad y arte, hasta que ambos sintieron que ellos y la vida que habían tenido estaban creando un hijo, un hijo terrible, un engendro que se alimentaba de sus entrañas y crecía sin parar. Pensaron en aliarse para frenarlo, pero vieron que ya eran demasiado viejos, ya no podían. Así que se miraron a los ojos, y vieron que los ojos que miraban no eran más que los suyos, porque en ese momento y siempre la bestia y el hombre eran lo mismo, y por fin lo comprendieron. Por ello se vendaron los ojos para poder mirar las cosas que están fuera del mundo, y miraron y exploraron lo que les había llevado hasta entonces y lo que les quedaba por delante, y los bastardos astutos les dijeron sus últimos adioses al mundo.
Aún hoy algunos le ven. Está en los callejones, al final de una canción o el principio de una palabra. Le ven con su pelo canoso alborotado y la venda sobre sus ojos, botones cosidos en el lugar de las pupilas. Le ven y le escuchan y le tocan, pero nadie que esté con ellos le ha visto también. Eso es porque está muerto, pero la bestia, como todo animal, busca reproducirse, y deja sus crías al amparo de las almas que sepan alimentarlas. Cuenta su historia y quienes la oyen esa noche miran al cielo mientras su bestiecilla da sus primeros pasos.
La estoy notando ahora mismo, es adorable. Espero saber cuidarla hasta que crezca tanto como para destrozar papeles y devorar escenarios, como hicieron sus padres.